La historia de la relación entre la Iglesia y la ciencia ha sido conflictiva y controvertida. Tras un largo periodo de desconfianza debido al origen pagano de la ciencia, a partir de san Agustín la Iglesia acaba por adoptar la ciencia como rama auxiliar de la teología, asumiendo esta, de hecho, una cosmovisión y una razón de ser impuesta por los teólogos. Sin embargo, las tentativas medievales de construir una ciencia independiente no sobrevien a los censores y los grandes visionarios de los siglos XV y XVI, tolerados en algún momento, son víctimas de la reacción postridentina. La ciencia moderna como tal nace en el siglo XVI. Galileo, su principal iniciador, reivindicó la autnomía de la ciencia para descifrar el libro de la naturaleza. Su condena en 1633, por el tribunal del Santo Oficio, es el punto de partida del gran malentendido entre la Iglesia y la ciencia. Desde entonces, la Iglesia ha ido perdiendo poco a poco todo control sobre la evolución de las ciencias, al rechazar adaptarse a las nuevas teorías. Después de haber censurado los movimientos de la Tierra, condenó la física mecanicista de Descartes, el atomismo, el darwinismo, los primeros resultados de la geología y de la Prehistoria, que contradecían la cronología bíblica. La condena de la modernidad, en 1907, marcó el apogeo de su inmovilismo. Si bien el siglo XX retoma tímidamente los debates conciliadores, los obstáculos subsistirán, sobre todo a propósito del origen del hombre. El enfrentamiento no ha desaparecido, como ilustra el caso Teilhard de Chardin o las críticas relacionadas con los progresos de la genética o con la inseminación artificial. El conflicto entre la Iglesia y la ciencia continua, aun hoy, abierto.
